POR Howard Markel
Hace
casi 130 años, la cocaína era el fármaco más nuevo y milagroso,
promocionado como una cura para todo, desde la adicción a la morfina
hasta la tuberculosis. Su defensor más grande era el padre del
psicoanálisis
Cada
vez que las grandes farmacéuticas develan su último medicamento
“exitoso”, me transporto de vuelta a la época en que la medicina
milagrosa más grande en el mercado era la cocaína. ¡Sí, la cocaína!
A
principios de 1880, las casas farmacéuticas la promocionaban como una
cura para todo, desde la adicción a la morfina y la depresión, hasta la
dispepsia y la fatiga. Estaba disponible en tónicos, polvos, vinos y
refrescos, antes de que su consumo masivo creara un grupo de adictos
iracundos que requerían de atención médica.
Uno
de los principales defensores médicos de la cocaína era un neurólogo
vienés Sigmund Freud. Él comenzó a estudiar los efectos de la cocaína en
1884 y sus apuntes clínicos muestran que su sujeto experimental
favorito era él mismo.
Al
principio, Freud estaba ansioso por emplear la cocaína como un antídoto
contra la adicción a la morfina de su mejor amigo, Ernst
Fleischl-Marxow, quien era un brillante psicólogo que se lastimó el
pulgar al diseccionar un cadáver, lo que resultó en un dolor crónico que
sólo se calmaba con grandes dosis de morfina.
La adicción de sus pacientes
Sustituir un fármaco adictivo con otro era una manera común en el tratamiento de abuso de sustancias a finales del siglo XIX, lo que solo creó nuevos y mejorados adictos. Fue así como Freud transformó a su amigo completamente funcional, aunque dependiente de los opiáceos, en un confundido adicto a la cocaína y a la morfina, quien murió siete años después a los 45 años.
A
pesar de eso, Freud continuó atrapado en su adicción. Durante los
siguientes 12 años, él siguió con los elogios y el consumo de una gran
cantidad de cocaína para calmar sus dolores físicos y angustias
mentales.
De
una forma perversa, Freud adoraba la manera como la cocaína le hacía
hablar interminablemente sobre los recuerdos y experiencias que pensaba
estaban encerrados en su cerebro y que nadie podía escuchar, y mucho
menos juzgar.
El
encuentro más inquietante con el fármaco se produjo en 1895, después de
que él y un colega de nombre Wilhelm Fleiss casi matan con una
operación fallida y demasiada cocaína a una paciente de nombre Emma
Eckstein. Varias noches después tuvo un sueño perturbador sobre una
fiesta en donde Eckstein culpa a Freud por su negligencia.
Eckstein es mejor conocida como Irma, el pseudónimo que le dio Freud en su obra maestra, La interpretación de los sueños.
Al escribir sobre su sueño, Freud pasa por alto su evidente
negligencia; en lugar de eso explicó que el sueño significaba que él era
un médico generoso, que en todo caso estaba demasiado preocupado por su
paciente, Irma.
El mal de Freud
Como
muchos otros, Freud sufrió por el síntoma más exasperante de una
adicción: el proceso sigiloso por el cual la mente de los adictos
conspira para convencerlos de que nada es torcido o peligroso sobre algo
que definitivamente lo es.
Uno
de los síntomas más malignos de la adicción es la negación, la
necesidad de llevar una doble vida: la alimentación de la adicción en
privado mientras se lucha por no sentir la necesidad o por lo menos
disimular en público durante largos periodos. Hasta que la adicción
controla todo por completo, con resultados desastrosos y el engaño
público ya no es posible.
Uno
supone que sus experiencias clínicas con Eckstein, si no con
Fleischl-Marxow, le enseñaron que la cocaína era demasiado peligrosa
para cualquier aplicación terapéutica. En el otoño de 1896, un día
después del funeral de su padre, Freud afirmó que había dejado de usar
cocaína. No existe una evidencia documentada que refute este testimonio.
Sin
embargo, los restantes días de su vida, Freud tuvo mayores dificultades
para comprender completamente las peligrosas consecuencias de su abuso
de sustancias. Decidida y repetidamente malinterpretó su famoso sueño de
cocaína. En lugar de eso optó por elaborar un más que halagador y
positivo análisis que encarna el poder de la adicción para el
subterfugio.
El
hombre que inventó el psicoanálisis, una búsqueda revolucionaria del
autoconocimiento, sucumbió a la misma “gran mentira” que la mayoría de
los adictos se dicen a sí mismos cada día.
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